¿Quién es Bob Dylan? Van 80 años y nadie parece tener la respuesta. Tal es la compleja personalidad de uno los mayores artistas del siglo XX, premio Nobel de literatura, leyenda viva de la cultura rock occidental. El hombre que fue ungido -todo indica que a su pesar- como “la voz de una generación” en los turbulentos años 60 y, desde ese momento, atravesó décadas de sinuosos movimientos artísticos, conversiones religiosas de ida y vuelta y un permanente velo de misterio sobre su vida pública y privada, cumple 8 décadas de vida. Robert Allen Zimmerman (24 de mayo de 1941), Bob Dylan para todos los tiempos, tiene una obra tan inabarcable como el rastro de su influencia en generaciones de músicos y poetas. En la justificación de su Nobel de Literatura 2016, el texto de la academia sueca resulta explícito. “Dylan tiene el estado de un icono. Su influencia en la cultura contemporánea es profunda y es objeto de un flujo constante de análisis literario y musical”. Tan canónico como esquivo.
Ese mito, por cierto, se alimenta del misterio que él fomenta a cada paso y que, aquí debajo, en la tierra de los mortales, nada ni nadie puede saciar. Ahí están los millones de obsesivos fans en todo el mundo que ahora, Internet mediante, se retroalimentan en una deep web donde se intercambian grabaciones piratas, especulaciones sobre el más mínimo de sus gestos y milimétricos análisis semánticos de sus asociaciones de vocales y consonantes. El culto dylanita es tan extenso como inagotable: si existiese una app con geolocalización, una especie de Tinder para fans del esquivo cantautor de la voz nasal, los smartphones elevarían su temperatura de tanto match. Eso es lo que genera este hombre cuyo cumpleaños provoca hoy, y ya desde hace varios días, una catarata de palabras a las que se suma este texto.
Bien. Ése es Bob Dylan, pero no es suficiente. Creó una nueva forma de música popular a mediados de la década de 1960. En él se conjugaron el ritmo ruidoso del rock and roll, la imagen de una estrella del pop y la sensibilidad histórica y política del folk. A través de una ingeniosa, poética combinación de palabras en versos -un antecedente del rap, véase si no “Subterranean Homesick Blues” y su vanguardista proto-videoclip con el cameo de Allen Gingsberg incluido- le sumó ambición, trascendencia y oscuridad. Una explosiva combinación de la arrogancia de una nueva bohemia urbana que puso al mundo patas para arriba en la decisiva década de los años 60 del siglo XX. Hizo que la escena del rock emergente tuviera un peso artístico (lo suyo era la música dentro de un álbum de canciones, no un ranking Top 40) desconocido hasta el momento y entregó en esas canciones una nueva descripción del espíritu de la juventud. Ser joven pasó a ser una categoría ideológica (forever young) antes que simplemente demográfica y nuevo, apetecible, target de mercado.
Letra y música
Antes que el misterio, las drogas, sus amores e hijos/as, las conversiones religiosas, el Pulitzer, el Nobel y los millones embolsados por la venta de los derechos de sus canciones, está la música de Dylan. El sonido acústico de sus primeros discos, voz y guitarra en un trance hipnótico de acordes y palabras. Más tarde, cuando se electrificó la combinación de música estridente y frases como flechas, fue un terremoto en todo sentido: no debe haber otro músico que despierte esa especie de fervor religioso como para que un fan desencantado le haya gritado “¡Judas!” alguna vez y así, haya pasado a la historia de la música popular del siglo XX con el epíteto.
No debe haber otro músico que despierte esa especie de fervor religioso como para que un fan desencantado le haya gritado “¡Judas!” alguna vez y así, haya pasado a la historia de la música popular del siglo XX con el epíteto.
Por cierto, ya es tiempo de mencionar también que su particular estilo de interpretación es único. Nunca tuvo la mejor voz según los estándares tradicionales; de hecho, eso es parte de su atractivo. Ni hablar ahora que es un adulto mayor y la experiencia de verlo en carne y hueso -sucedió cuatro veces en Buenos Aires, 1991, 1998, 2008, 2012- incluye ya no descifrar qué está cantando, sino más bien cómo lo está cantando. Por sobre todo eso, las canciones: el poder de atracción de sus letras trasciende desafiante edad y tiempo; ningún otro músico de rock dio lugar a más análisis, antologías y elogios.
Sería casi imposible puntualizar en una línea de tiempo el recorrido musical que va desde 1963 con el disco debut homónimo, ultra-acústico y tradicional (tenía solo dos canciones propias, el resto eran standards de folk y bluegrass) hasta el presente de gira-sin-fin en pausa por la pandemia y, como más reciente antecedente, un disco impecable titulado Rough and Rowdy Ways que resume en nueve canciones de más de 6 minutos de duración promedio una catarata de referencias a la cultura pop y a la historia social y política de Occidente.
Entonces: detallar los discos, las etapas artísticas, los vuelcos de estilo, los bajones, las grabaciones fallidas e incluso altos y bajos de popularidad -pasan los años, las modas, las efímeras estrellas del rock and pop pero Dylan siempre está- no resultaría posible en un texto como éste. Disculpas.
Sí se puede focalizar, a gusto del redactor y como pequeño consejo incluso para iniciarse en la obra del artista en cuestión, en un momento particular: un período de 14 meses que va desde marzo de 1965 -cuando publicó Bringing It All Back Home- hasta mayo de 1966, tiempo de la edición del doble Blonde on blonde. En el medio, agosto de 1965, salió Highway 61 Revisited con “Like a Rolling Stone” como bandera -”la mejor canción de todos los tiempos” según varios recuentos más o menos serios hechos por publicaciones especializadas. Ahí está (casi) todo.
Cada uno de estos discos tiene canciones muy importantes. La lista es más bien larga: ya se nombró “Subterranean Homesick Blues” y “Like a Rolling Stone”, hay que agregar “Maggie’s Farm”, “She belongs to me”, “Mr. Tambourine Man”, “It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)”, “It’s All Over Now, Baby Blue”, “Desolation Row”, “Visions of Johanna” y “Just Like a Woman”. Stop. Podrían ser todas las de esos tres discos. En cada una está presente una alucinante combinación de folk y rock, forjó un sonido único que surgió de su destreza como guitarrista y cantante a lo que sumó el aporte de una banda con músicos empuñando instrumentos eléctricos -ese inimitable “sonido mercurial”. Y las letras: una bocanada de verborragia poética nunca antes (ni después) vista. Su voz espectral, en plena vitalidad, suena con claridad. En cada letra él conduce convincentemente, en el mejor de los casos hipnóticamente, a través de pesadillas, sueños febriles, imágenes surrealistas y declaraciones de amor. Cuando aúlla la frase “no direction home” -no casualmente el título de un libro y también de un documental sobre su vida y obra- sigue siendo un misterio saber si el tono es exultante o dolorido. Es un acertijo sin solución: cada uno lo interpreta como quiere. Es un ejemplo revelador de cómo las palabras de Dylan superan los significados a lo largo de décadas.
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