Poco después de que la Universidad de Washington anunciara que el posible cuarto caso del nuevo coronavirus en la escuela había resultado negativo, dos profesores, una de Políticas Públicas y otro de Salud Pública, organizaron una pequeña cena para estudiantes y profesores.
Como en cualquier otro lugar del campus, y en gran parte del mundo, el coronavirus era el principal tema de conversación.
Pero uno de los asistentes, una estudiante de Salud Pública, ya se había hartado. Exasperada, recitó un conjunto de estadísticas.
El virus había matado a unas 1300 personas en todo el mundo e infectado a alrededor de una decena en Estados Unidos. Sí es alarmante, pero una enfermedad mucho más común, la influenza, mata a unas 400.000 personas cada año, incluidos 34.200 estadounidenses la última temporada de influenza y 61.099 el año anterior.
Sigue habiendo una profunda incertidumbre sobre la tasa de mortalidad del nuevo coronavirus. La estimación más alta calcula que es hasta 20 veces mayor a la de la influenza, pero algunas estimaciones la marcan apenas en un 0,16 por ciento para los afectados que no viven en la abrumada provincia de Hubei en China. Una cifra casi igual a la de la influenza.
¿No había algo extraño preguntó la estudiante, sobre la disparidad tan evidente en la reacción del público?
Ann Bostrom, la profesora de Políticas Públicas coanfitriona de la cena, se rio al recordar aquella noche. La estudiante tenía razón sobre los virus, pero no sobre las personas, dijo Bostrom, experta en la psicología de cómo los humanos evalúan el riesgo.
Si bien es probable que los parámetros de salud pública pongan a la influenza a la par o incluso por encima del nuevo coronavirus en cuanto a la mortalidad, dijo, la mente tiene sus propias formas de medir el peligro. Y la epidemia del nuevo coronavirus, llamado COVID-19, desencadena casi todos los detonadores cognitivos que tenemos.
Eso explica la ola mundial de ansiedad.
Por supuesto que no es para nada irracional sentir un poco de miedo por el brote de coronavirus que está arrasando en China y en otras naciones.
Pero hay una lección, según los psicólogos y los expertos en salud pública, en el terror que induce el virus, incluso cuando amenazas graves como la influenza suscitan poco más que un encogimiento de hombros. Este ejemplifica los sesgos inconscientes en la forma en que los humanos piensan sobre el riesgo, así como los impulsos que a menudo guían nuestras respuestas, a veces con graves consecuencias.
Cómo miden el peligro nuestros cerebros
El mundo está lleno de riesgos, grandes y pequeños. Idealmente, estos atajos ayudan a las personas a determinar qué riesgos deben preocuparnos y cuáles hay que ignorar. Pero pueden ser imperfectos.
Tal vez el caso del coronavirus sea un buen ejemplo de esto.
“Esto detona todos los factores que llevan a una percepción intensificada del peligro”, afirmó Paul Slovic, psicólogo de la Universidad de Oregon y uno de los pioneros de la psicología moderna en torno al riesgo.
Cuando te encuentras con un riesgo potencial, tu cerebro hace una búsqueda rápida de experiencias pasadas en las que lo hayas enfrentado. Si puede extraer fácilmente múltiples recuerdos alarmantes, entonces tu cerebro concluye que el peligro es alto. Pero a menudo no evalúa si esos recuerdos son realmente representativos.
El ejemplo típico es el de los accidentes de avión.
Si ocurren dos, uno tras otro, volar de repente se siente más aterrador, incluso si tu mente sabe que esos accidentes son una aberración estadística que tiene poco que ver con la seguridad de tu próximo vuelo. Pero si luego tomas varios vuelos y nada sale mal, tu cerebro probablemente comenzará a decirte nuevamente que volar es seguro.
En lo que se refiere al coronavirus, dijo Slovic, es como si las personas estuvieran viviendo un informe tras otro de aviones que se estrellaron.
“Escuchamos noticias sobre las muertes”, dijo. “No escuchamos noticias sobre el 98 por ciento de las personas que se están recuperando y quizá hayan experimentado casos leves».
Esa tendencia puede ser nociva en ambos sentidos, y provocar no un sobresalto indebido sino una complacencia indebida. Aunque la influenza mata a decenas de miles de estadounidenses cada año, la presencia que tiene en la vida de la mayoría de las personas es relativamente mundana.
Sesgos, atajos e instintos
El coronavirus también se sirve de otros atajos psicológicos a procesos mentales para medir el riesgo.
Uno implica la novedad: estamos condicionados a concentrarnos en nuevas amenazas, en la busca de cualquier motivo de alarma. Esto puede llevarnos a obsesionarnos con los informes más aterradores y los peores escenarios, lo que hace que el peligro parezca aún mayor.
Quizás el atajo más poderoso de todos son las emociones.
Medir el peligro que representa el coronavirus es extraordinariamente difícil; ni siquiera los científicos están seguros de cuán peligroso es. Pero nuestros cerebros actúan como si la cosa fuera más fácil: traducen reacciones emocionales instintivas a lo que creemos que son conclusiones razonadas, incluso si los datos duros nos dicen lo contrario.
“El mundo que construimos en nuestra mente no es una réplica precisa de la realidad”, escribió Daniel Kahneman, economista ganador del Premio Nobel, en un libro de 2011. “Nuestras expectativas sobre la frecuencia de los eventos están distorsionadas por la prevalencia y la intensidad emocional de los mensajes a los que estamos expuestos”.
Las amenazas que se sienten fuera de control, como el brote de una enfermedad, provocan una respuesta similar, lo que lleva a las personas a buscar formas de recuperar el control, por ejemplo, mediante la acumulación de víveres.
Los riesgos que asumimos voluntariamente, o que al menos pensamos que son voluntarios, a menudo se consideran menos peligrosos de lo que realmente son.
Considera que conducir, un peligro que la mayoría asume de manera voluntaria, mata a más de 40.000 estadounidenses al año. Pero el terrorismo, una amenaza que se nos impone, mata a menos de 100.
Existen innumerables razones racionales por las que el terrorismo provoca una respuesta más extrema que las muertes por accidentes viales. Lo mismo ocurre con un brote de propagación rápida y poco entendido, a diferencia de lo que sucede con la influenza que nos es familiar.
Y ese es exactamente el punto, dicen los psicólogos.
“Todas estas cosas se aprovechan de nuestros sentimientos”, dijo Slovic. “Y esa es la representación de la amenaza para nosotros. No las estadísticas de riesgo, sino la sensación de riesgo”.
Los peatones usan cubrebocas en Bangkok, el 1 de febrero de 2020. (Amanda Mustard/The New York Times)
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