SPLIT, Croacia — La máquina de humo parecía redundante. Estábamos en el Campeonato Mundial de Fumar Cigarros y ya había mucho humo.
Pero allí estaba la máquina, ubicada al lado de las luces láser y el estruendoso sistema de sonido, emanando niebla blanca por todo el salón subterráneo del hotel, donde los representantes de más de 40 países, vestidos con esmóquines y trajes de noche, se habían reunido para descubrir quién era la persona que podía fumar un cigarro de manera más lenta.
El ruido, la pompa, los premios valorados en decenas de miles de dólares. Para Marko Bilic, el locuaz propietario de una sala de fumadores local, todo lucía muy distinto en comparación con los orígenes del evento, hace 10 años, cuando apenas 17 personas asistieron para participar en un juego que él acababa de inventar.
La más reciente edición, realizada la última semana de agosto, tuvo unos 250 participantes, la mayoría de los cuales ya habían competido en alguno de los 34 eventos de clasificación celebrados este año alrededor del mundo.
“Los mejores fumadores del mundo están aquí esta noche”, aseguró Bilic, luego de que todas las reglas fueron leídas y el primer cigarro ceremonial fue cortado. “Veamos qué es lo que pueden hacer”.
“Los mejores fumadores del mundo están aquí esta noche”, aseguró Bilic, luego de que todas las reglas fueron leídas y el primer cigarro ceremonial fue cortado. “Veamos qué es lo que pueden hacer”.
Los fumadores encendieron sus fósforos. El salón se quedó en silencio. Esta era su única oportunidad de darle fuego a sus cigarros. El reloj empezó a contar desde cero y durante las siguientes horas los competidores se quedaron sentados allí, mirando fijamente la punta de sus cigarros, viéndolos arder en silencio.
La primera vez que escuché sobre el Campeonato Mundial de Fumar Cigarros fue hace tres años, durante la época en la que empecé a trabajar como corresponsal de deportes internacionales para The New York Times. En ese momento sonaba como algo que tenía que evitar: un antojo artificial, un capricho por el mero hecho de ser capricho, poco serio e irrelevante.
Sin embargo, durante los siguientes dos años, mientras escribía artículos desde 21 países, sentí que cambiaba de opinión. Las competiciones a las que asistí —carreras de motociclismo, dardos, fútbol, ajedrez, ciclismo, baloncesto y cualquier otra cosa— empezaron a sentirse más similares que diferentes. Los atletas, ya sea que estuvieran patinando en una pista olímpica en Noruega o en un lago congelado en Austria, me dijeron las mismas cosas sobre sus motivaciones y deseos. Los vínculos dentro de estas comunidades, aunque diversos, se sentían igualmente sólidos, desde la Copa Mundial de Fútbol de Pantano hasta la verdadera Copa del Mundo.
Mi tarea en el extranjero llegará a su fin el mes que viene. Mientras me preparo para regresar a Nueva York, siento que he logrado una comprensión más profunda de la esencia de los deportes, del corazón de la razón por la que personas en todas partes se reúnen para competir.
Y es por eso que, con este espíritu, decidí presenciar un concurso de fumar cigarros.
LENTO Y FIRME
Los humanos son competitivos por naturaleza. Eso es lo que Igor Kovacic, quien ostenta el récord mundial de fumada lenta de cigarro (3 horas, 52 minutos y 55 segundos), estaba explicándome minutos antes del inicio de la competencia. Lo encontré en un pasillo, con sus audífonos puestos, llevando el ritmo y escuchando Rage Against the Machine a todo volumen.
“Necesito enojarme, y luego llevar todo ese enojo a la competencia” afirmó. “Casi no me agrado cuando compito. Luzco como si fuera a matar a alguien. No soy esa clase de persona”.
Kovacic me explicó el evento. Sin duda, la suerte está involucrada. El cigarro que elijas o incluso el lugar donde tomes asiento en el salón hace la diferencia. Pero hay espacio para la habilidad, la estrategia y hasta el instinto. Uno debe leer cómo se quema un cigarro, interpretar el calor que emana de su revestimiento y medir la intensidad de cada calada.
La gente entrena seriamente para esto.
“Disciplinas como correr o el levantamiento de pesas son los únicos deportes donde las personas están realmente compitiendo contra los límites físicos”, afirma Bilic. “Pero en deportes como el fútbol o el críquet, existen reglas creadas por humanos, y en el marco de esas reglas, las personas intentan ser los mejores. Sucede lo mismo con fumar cigarros”.
Kovacic, un director de proyectos de infraestructura de 48 años, de Gotemburgo, Suecia, le arrebató el récord mundial este mismo año a Darren Cioffi, un estadounidense que lo ha logrado ocho veces. La fuerte rivalidad entre ambos es la principal historia competitiva del fin de semana.
“Son como Magic Johnson y Larry Bird”, afirma Alex Lerian, un competidor de Nueva York que usa tapones para los oídos que lo ayudan a concentrarse.
Conocí a Cioffi la noche anterior al evento, en una terraza del hotel con vista al mar Adriático. El paseo marítimo se sentía sereno, pero Cioffi me confesó que le estaba “costando estar relajado”. La competencia le estaba comenzando a pesar. Él quería divertirse, estar entre amigos. Pero habían muchas personas, me dijo, que estarían felices de verlo perder.
Cioffi, un propietario de una marca de cigarros de Nashville, Tennessee, entró por primera vez al campeonato en 2014 “porque sonaba loco”. Terminó ganándolo. Le atribuye su destreza (más allá de simplemente saber mucho sobre cigarros) a su “muy buena visión cercana”, la cual perfeccionó a través de un trabajo extra como vendedor de papeles antiguos. Cioffi señaló mi libreta y me aseguró que podía decirme cuántas hojas tenía.
“Simplemente soy capaz de hacerlo”, afirma, con un tono casi de agotamiento. “Una parte de mí desea que nunca hubiera podido, pues así podría estar aquí, simplemente pasándola bien”.
En el mundo deportivo hay personas como Cioffi: estrellas renuentes, desgarradas entre la responsabilidad de compartir un talento cósmico —en el caso de Cioffi, ser capaz de fumarse un cigarro muy lentamente— y querer una vida más simple.
UN CAMPEÓN MUNDIAL
Los cigarros estaban por todos lados, naturalmente. Eran el aparato competitivo principal. Estaban entre los premios. Fueron aperitivos, platillos de acompañamiento y postres en la cena posterior al encuentro.
Los cigarros estaban por todos lados, naturalmente. Eran el aparato competitivo principal. Estaban entre los premios. Fueron aperitivos, platillos de acompañamiento y postres en la cena posterior al encuentro.
Había cigarros de victoria. También había cigarros de derrota.
Una vez puesta en marcha, la contienda inspiró una gama creativa de estilos de fumar. Algunos competidores acunaban la punta ardiente entre sus dedos, como luciérnagas. Otros levantaron los cigarros sobre sus cabezas, perpendiculares al suelo, y los tocaron con sus labios, como su estuvieran chupando helado de la punta rota de un cono.
Cioffi adoptó su propia pose competitiva característica —sentarse de lado en su silla, con el codo apoyado en su rodilla, el cigarro a milímetros de su casa, cual pensador de Rodin en esmoquin negro— y apenas se movió por horas.
La competencia se escurrió a su cuarta hora. Cioffi quedó en cuarto lugar, extinguiéndose justo después de las tres horas. La llama de Kovacic se había apagado mucho antes de eso, a las 2:27:23. Durante todo el proceso, Bilic mantuvo sus incesantes comentarios —“¡Es la cuenta regresiva! ¡Cada bocanada cuenta!”— mientras los ojos de los competidores restantes se enrojecían y humedecían.
Al final fue Oleg Pedan, de 29 años, propietario de un salón de fumadores de San Petersburgo, Rusia, quien sobrevivió a todos con un tiempo de 3:26:46. Lucía como un boxeador agotado cuando Bilic levantó su brazo izquierdo al aire. La máquina de humo disparó una ráfaga festiva de humo por todo el salón.
“¡Oleg Pedan!” gritó Bilic. “¡El campeón del mundo!”.
Esa afirmación, debido el contexto, debido a… todo, se sintió un poco absurda. Y, sin embargo, pensé que Bilic simplemente estaba usando la misma lógica sin sentido que, entre otras cosas, incentivó a las Grandes Ligas de Béisbol a llamar a su campeonato final la “Serie Mundial”.
No era algo tan serio. Quizás los juegos que jugamos no deberían serlo nunca.
Más tarde, me conseguí a Pedan y a su esposa Anna, en la piscina donde los competidores se habían reunido en una recepción con champaña.
Un quinteto de viento había aparecido detrás de una cortina y estaba tocando “We Are the Champions”. Muchos de los presentes cantaban.
“Me siento un poco vacío”, me dijo Pedan. “Es como los exámenes del colegio: te preparas durante mucho tiempo y luego terminas y te sientes vacío. Estoy feliz. Pero no entiendo completamente lo que he hecho”.
Los fuegos artificiales aparecieron en el cielo, sobre la playa. Pedan apretó la mano de su esposa y la besó en la mejilla.
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