Chile nos duele a todos, país fantástico que siempre ha sido referente de progreso y bienestar. Recuerdo mis días en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, durante la época del resquebrajamiento de los países de la órbita comunista y el fin del socialismo como modelo económico. A Santo Domingo llegaban las noticias de otro fin, el de la dictadura de Pinochet. Las urnas de votación sustituyeron las armas para lograr que la alegría retornara al país sudamericano.
El Chile de las obras de Neruda; de los poemas de Gabriela Mistral, de los discursos de Allende, de Viña del Mar, el Chile que recorrió y que contaba el Che en sus diarios, el de Víctor Jara y de Isabel Allende. Siempre hemos tenido razones de sobra para admirar al pueblo chileno y su determinación con el avance y bienestar de su gente. Siempre he pensado que Chile era una de las “venas abiertas de América Latina” que ya se había cerrado. La transición a la democracia había sido motivo de orgullo para toda la región, y la labor tesonera de quienes han fungido como presidentes luego del retorno a la democracia -Ricardo Lagos, Michelle Bachelet, Sebastián Piñera, Patricio Aylwin y Eduardo Frei- hicieron de la sociedad chilena un referente para toda la región.
Más adelante, cuando en el 2010 Chile se convirtió en el primer país sudamericano en convertirse en miembro de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), marcó la pauta que queríamos recorrer el resto de los países de la región en lo referente a institucionalidad, porque al contrario de México, que es un país federal, el modelo de gobierno chileno se asemeja más al nuestro. Su ingreso a tan exclusivo grupo era un reconocimiento a casi dos décadas de reformas democráticas y políticas sociales sólidas. Reconciliar a un país que había enfrentado 17 años de una férrea dictadura requirió de decisiones difíciles, cuyo resultado solo se vería en el largo plazo.
Pero no cabe duda de que se hicieron buenas inversiones. Un ejemplo es la reforma tributaria del 1990 que se concentró en la necesidad de invertir más en salud y educación. Otro ejemplo son los programas de protección social, que han sido ejemplo para toda la región, sobretodo porque los gobiernos chilenos han sabido establecer el financiamiento del combate a la pobreza como una de las prioridades de la política fiscal. Con la caída de la dictadura despegó el “milagro chileno”, como le llamaba Milton Friedman, porque comenzó a verse el resultado de las reformas de liberalización económica implementadas durante la dictadura por los llamados “Chicago-Boys”, un conjunto de economistas que habían abrevado de las fuentes del conocimiento de Friedman y Harberger.
El Chile de hoy es un resultado del impacto de las políticas aplicadas por este grupo de economistas formados en la Universidad de Chicago. Cierto es también que esas políticas funcionaron. La gestión de los recursos públicos pos-dictadura resultó en que el PIB se multiplicó por cinco y la pobreza se desplomó drásticamente de un 70% a 8,6%. Y aunque no hay consenso sobre las cifras de la clase media chilena, algunos apuntan que hasta el 65% de la población de ese hermano país corresponde a ese grupo social. La pregunta es: ¿qué pasó? ¿Dónde está el fallo? Evidentemente que estas protestas no han sido solo el resultado del aumento del pasaje del metro. Hay mucho más. Al parecer se trata de una deuda social que no se ha saldado y que, por el contrario, evoluciona, si hace 20 o 30 años en Chile había inseguridad alimentaria y necesidades básicas insatisfechas, hoy hace falta una estrategia que pueda dar respuesta a las expectativas de la creciente clase media.
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